viernes, 28 de enero de 2011

La Espiral 3

Hace frío. Tengo las extremidades encogidas y un temblor nervioso me sube hasta la nuca. La sensación de helarse es perturbadora y se cuela por los entresijos; se instala en la voluntad, y bloquea cualquier iniciativa medianamente intelectual: sólo se me ocurren maneras de entrar en calor. Aspecto meramente físico de la existencia animal que conlleva ser humano. 


Las iniciativas que se toman son esencialmente utilitarias. Su función es mejorar el estado anímico. Se basan en la experiencia corporal, en el uso sistemático de nuestros atributos. Toda la capacidad de control corporal es volcada, desde el subconsciente, en provocarnos un deseo ineludible de armonía. El estado placentero que se alcanza cuando todas las alarmas conectadas al instinto de supervivencia están desarmadas. Si por cualquier circunstancia, la calma fisiológica es alterada por un agente externo o propio, la mecánica implementada en nuestro organismo con el fin de perpetuar la especie, se pone en funcionamiento. 
Qué animal no teme al hambre, al gélido invierno, al depredador apostado entre la fronda o al hipnotizante vacío de un precipicio. 
Los mecanismos instintivos nos empujan a tres estados diferentes: Atacamos, nos paralizamos o emprendemos la huida. Probablemente no hay ya tiempo y no se elige; es un resorte involuntario el que se acciona sin el arbitrio de nuestra inestable conciencia. 


Ahora es hambre lo que viene a unirse al frío. Una amalgama que me provoca una especie de vértigo se instala en mis sentidos y me emborracha. Las ideas me dan vueltas; no puedo concebir nada claro. A pesar de mis intentos desenfrenados por calmarme, el desasosiego es tal, que opto por abandonarme y me desplomo en el sofá. En el estado febril en que me encuentro sólo consigo alcanzar la manta; una reliquia del pasado que conservo de mi vida anterior. De cuando ella todavía permanecía oculta en el subconsciente. 
Instintivamente me decanto por la inacción. Estado conocido en el vecindario que se aloja en mi cerebro: Una comunidad de ideas absolutas, verdades a medias y conceptos peregrinos que conviven como les han enseñado; a fuerza de teorías y poca experiencia. 


Afortunadamente consigo moderar la frialdad que me inmoviliza y, según remite, el hambre se revela. El hueco interior donde se aloja ella se transfigura en un agujero insaciable. Una boca dentada que arremete contra las paredes del estómago. 
Ya son tres las amenazas. Frío, hambre y el ataque de un depredador. Una fiera que se autofagocita. «“El hombre es lobo para el hombre”, nadie dijo nada de ser presa y cazador al mismo tiempo». 


Como tiemblo y tengo escalofríos, me envuelvo en la manta, rebusco las zapatillas con la mano libre; pero no logro encontrarlas ni debajo del sofá. Esto me presenta una dicotomía desalentadora. O bien me levanto descalzo para buscar algo de comer, atravesando la llanura helada que veo ante mí (el suelo del salón), o me oculto entre la vieja manta y los almohadones con la promesa de despistar a la bestia del agobio. Quizá si duermo un rato el frío remita; el hambre se aplace, y la alimaña que me acecha se desoriente y abandone la caza. 


Por fin decido aventurarme hasta la despensa. La resolución no fue calculada; de nuevo pertenece a esa clase de ingenios que nos salvaguardan de males mayores. 
Una vez allí, la tiritera empeora; un flujo de dolor escarchado trepa por mis tobillos y se aloja en la espalda. Casi sin mirar agarro lo primero que encuentro en las baldas del armario y me lanzo de vuelta al cobijo del sofá, cerca de la estufa. 


Lo que sucede después casi no lo recuerdo. Imagino que un acto tan placentero como comer, en esta ocasión, no fue lo que allí se dio. Más bien ocurrió lo contrario; un episodio de ansia zanjó la fase hambre, y fácilmente me embarqué, extenuado por los temblores, en un sueño exaltado. 
Sólo me viene a la memoria una frase recurrente: 

«Y qué es dormir sino yacer. Morir después de todo. Una oportunidad para renacer» 

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